El sueño de María del Carmen de volver a casa

Vuelvo después de más de un año con una historia que no teclearon mis dedos, pero que fue escrita para mí.

Por: Camilo Amaya.

María del Carmen es una mujer baja, de anteojos grandes y ojos pequeños, cejas pobladas, nariz chata y unos labios estirados, frágiles como una hoja seca. Su cabellera larga está sujeta con una moña azul que combina con un uniforme impecable que tiene una franja blanca a la altura de sus senos donde sobresale su apellido: Rivera. Ella es la encargada del piso 17 de un lujoso hotel al norte de Las Vegas, de tender las camas en 100 habitaciones, de poner jabones nuevos y retirar los usados, de ordenar el desorden de otros y de aspirar las alfombras rojas con siluetas en forma de espiral. “Good mornings” y “yes, sir”, lo único que sabe decir en inglés a pesar de que lleva 33 años en Estados Unidos. Llegó huyendo de la violencia de Tegucigalpa. También de un marido borracho y mujeriego que llamaba a la disciplina, o mejor dicho, a su disciplina, a punta de porrazos y gritos, y vasos rotos y empujones contra la pared, y una que otra bofetada que por poco la deja ciega. Pero, sobre todo, llegó hasta Nevada huyendo de un mal inexorable en su país: la pobreza.

María del Carmen recorre los enormes pasillos con un carro más grande que ella, repleto de rollos de papel higiénico, ambientadores, toallas limpias, frascos de shampoo, jabones de manos, una escoba colgando en una esquina y una aspiradora en la otra. No usa guantes porque siente que no puede hacer su trabajo bien, y sus manos son ajadas, envejecidas, como si tuviera muchos más años de los que revela, de los que tiene en realidad. María del Carmen vive sonriente así la insulten en un idioma que no entiende, así el supervisor, otro hondureño, la regañe porque con el paso de los días le cuesta más hacer lo que hace, empujar el pesado carro, dejar las camas tensas como un tambor. “Es que, mujer, tienes que apurarte, los huéspedes no esperan, carajo”.

María del Carmen se ríe y se le dilatan las pupilas cuando ve venir a alguien. Sus dedos aprietan un pañuelo que carga enrollado en la muñeca y que era de su mamá, una mujer más diminuta que ella y que le enseñó que la mejor manera de dignificar la existencia era trabajando. Lo hace 10 horas al día y gana unos cuantos dólares que le permiten a sus dos hijos llevar una vida merecedora en un lugar que nunca ha sentido como propio, en una ciudad cruda que vuelve a cualquiera de piedra.

María del Carmen no lloró el día que mataron a su hermano de un balazo en la frente por andar metido en líos de tráfico de drogas en Tegucigalpa. Tampoco cuando la Policía de Nevada molió a punta de bolillo a Fernando, su hijo mayor, por simple diversión, por xenofobia, porque acá mandan ellos, los estadounidenses de verdad. Las tragedias han curtido la piel y el alma y de a poco han endurecido el corazón. Y María del Carmen canta con su voz dulce, canta «Dormite, niñito», y con las notas saliendo de su boca afloja el cuerpo, cierra los ojos, se transporta a su ciudad, saborea el atol de elote de su mamá, la carne asoleada de su tía Margarita, la sopa de pollo de su tío Andrés. Y la música se transforma en sensaciones, en mover la lengua y degustar con la imaginación, en dejar escapar una que otra lágrima hasta que un tajo de humedad cubra sus lentes, en llorar sin hacerlo, en pensar con el corazón porque la cabeza ya no da más, porque el alma ya no aguanta tanta tristeza de estar lejos de su tierra, de su gente, de sus raíces.

María del Carmen va por la vida limpiando y a la vez soñando con el día que pueda dejar ese lugar árido, seco, sin un solo verde que emule naturaleza, con el momento en que pueda correr a su casa, una pequeña vivienda ubicada en la ladera de una montaña de tierra, para tomar a sus hijos, unas cuantas prendas y regresar a su hogar: Tegucigalpa.

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Un árbol de Tegucigalpa, Honduras / Pixabay

 

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